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El traje de lagarterana: un lujo artesanal y un enigma histórico

El jueves 8 de abril, Pilar Iglesias y Hortensia Moreno se levantaron a las siete de la mañana para tener tiempo de ponerse su vestido de lagarterana, un magnífico conjunto compuesto por un sinfín de piezas, y estar a punto para la sesión fotográfica de las diez en el claustro de la iglesia del Salvador, porque venían los de la revista; igual que vino en 1858 el fotógrafo galés Charles Clifford acompañado por el duque de Frías, que le dijo que en su vida iba a ver cosa igual; y que en 1912 vino a pintarlas Joaquín Sorolla, y a fotografiarlas hace justo un siglo José Ortiz Echagüe y tan solo hace un año el peruano Mario Testino, y siempre, ellas o sus madres o abuelas o bisabuelas, las mujeres y también los hombres del pueblo de Lagartera (Toledo), se han tomado el tiempo de colocarse sus atávicas ropas, heredadas de generación en generación, para posar con todo en su sitio exacto —la camisa, la enagua, la cinta de ceñir, el pañuelo, el sayuelo, las medias, el guardapiés, la mandileta, la gargantilla, la gorguera y qué sé yo— ante su mirada atónita.

A Pilar Iglesias, de 74 años, la ayudaron a vestirse sus dos hermanas, y según le iban poniendo partes les recordaba tanto a la abuela Quisca que les caían los lagrimones, y ella les dijo que no lloraran, que había que alegrarse. A Hortensia Moreno (de 56) la ayudaron su cuñada y una vecina. Moreno sintió lo de siempre: como si su abuela María se metiese dentro de ella y la poseyera. María vistió de lagarterana toda la vida. Falleció en 1982. Un día dijo: “Hoy no tengo ganas de coser”, y dos días después se murió. La última lagarterana que vistió cada día de lagarterana fue la Tía Felipa, que falleció en el año 2011. Su muerte cerró un paulatino proceso de pérdida del uso diario de estas ropas que comenzó con la Guerra Civil, cuando, según la leyenda local, los soldados, ignorantes de la maravilla que tenían delante, se pitorreaban de las mujeres y hacían que se avergonzasen de su aspecto.

Hasta entonces, todos en Lagartera, ellas formidables y ellos con sus ropas más sobrias, unos 2.500 en aquella época, 1.000 más que hoy, vestían como habían vestido allí durante siglos, con una singularidad única que una autoridad del buen gusto define como “la manufactura llevada al máximo de la excelencia, en una armonía insuperable de patrones e información cromática”. Dicha autoridad es Tomás Alía, de 57 años, interiorista de renombre, nacido en Lagartera e hijo de la maestra labrandera Pepita Alía, que a sus 90 años ha pasado el relevo de la causa a Tomás tras décadas promocionando el patrimonio de su pueblo, a tal nivel que llegó a besar en el Vaticano el anillo del Pescador de Pablo VI vestida de novia lagarterana, y que la reina Juliana de Holanda hizo formar a la guardia en el jardín de su palacio para que Pepita entrara con honores con la mantelería que le había bordado.

Tomás Alía es un profesional con una agenda de proyectos saturada —­hoteles de lujo, viviendas unifamiliares, oficinas—, pero quizá lo que más espacio ocupe en su vertiginosa cabeza —piensa muy rápido y habla todavía más rápido de lo que piensa— sea lo que califica como la “gran pedrada” de su madre, la obsesión por salvaguardar el riquísimo legado de su pueblo. Su propósito es que estas ropas sean declaradas patrimonio inmaterial de la humanidad por la Unesco —­como ocurrió en 2019 con la cerámica de Talavera, de la que es embajador— y que esto facilite su protección y abra los ojos al potencial actual de sus antiguas técnicas de elaboración. El sueño mayor de Alía es que en España se funde una universidad de artes decorativas en la que los estudiantes puedan aprender del saber artesanal que a duras penas se conserva por todo el país y modernizarlo. Lo considera una necesidad estratégica: “Hay que definir bien qué es la famosa Marca España. La Marca España no es la paella, ni el chotis, ni los sanfermines, por favor, sino lo mejor de nuestra artesanía, lo hecho a mano, que es el verdadero lujo, el lujo bien entendido, y con más razón en este mundo globalizado que exige originalidad y sostenibilidad”. Alía lamenta que no haya ningún proyecto de Estado al respecto y señala que ahora sería el momento idóneo para emprenderlo, porque la Comisión Europea acaba de lanzar la Nueva Bauhaus Europea, un plan de innovación que conecta economía verde y estilo.

El traje de lagarterana: un lujo artesanal y un enigma histórico

Abrigado con una chupa moderna en cuya espalda se lee “No hay planeta B”, el diseñador pasa en un tris del discurso al deleite, inclina la cabeza hacia el pecho de Pilar Iglesias con ojos minuciosos y acariciándole con cuidado la gorguera exclama: “¡Hija, es que lo que tú llevas aquí es lo más grande! ¡Los tejidillos!”. La gorguera es como un peto que va casi abierto por delante y el tejidillo es un tipo de punto que consiste en labrar una tela para hacer un dibujo rectilíneo con realce. Alía añade: “Ojo a lo de labrar. Las lagarteranas no son bordadoras, son labranderas. La bordadora común y corriente sigue un dibujo hecho a lápiz, que es muy fácil, mientras que la labrandera lo que hace es trabajar sobre la trama y la urdimbre de una tela, como si arase la tierra, e ir creando relieves siguiendo patrones de memoria. Ellas forman topografías matemáticamente”.

Pilar Iglesias se asombra de que sus antepasadas, que no pudieron ir a la escuela, fueran tan buenas geómetras. “Mi abuela se fue a Barcelona a vender mantelería sin saber leer ni escribir. Iba vestida de lagarterana y cuando se perdía preguntaba: ‘Disculpe, ¿dónde estoy?’, y le decían [tono señorial]: ‘Está usted en el paseo de Gracia’, o: ‘Disculpe, ¿dónde estoy?’, y [tono señorial]: ‘Está usted en la Rambla de Cataluña”. Las lagarteranas empezaron a comercializar sus labores a principios del siglo XX, aplicando su virtuosismo a ropa de hogar como manteles, ropa de cama o toallas. Hoy en el pueblo sigue habiendo negocios de bordado y la mayoría de las mujeres saben labrar, aunque pocas controlan las técnicas más complejas y distintivas, cuyo dominio requiere una cantidad monacal de tiempo, paciencia y concentración. Hortensia Moreno dice, por ejemplo, que sus hijas cosen bien, “porque lo llevan en la sangre”, pero no cabe esperar que lo vivan como ella, que sin ir más lejos lleva 10 años haciendo una colcha. Diez años. Una colcha. Pero, vaya, qué son 10 años para una mujer que nos recibió con unas medias rojas de estambre de un siglo de antigüedad teñidas con cochinilla y una gorguera de ceazos de hace más de dos siglos.

El ceazo —Lagartera tiene su propio diccionario— es una figura en espiral típica de sus trajes y que, según Alía, pertenece a la semiótica sefardí.

El origen de la peculiar cultura lagarterana y de sus ropas es una cuestión todavía abierta. El fallecido historiador local Julián García Sánchez escribió que el pueblo lo pudieron fundar en el medievo mozárabes exiliados desde Andalucía por la presión musulmana y que, en defensa de su fe católica, se encerraron “en un círculo de indigenismo hostil”. Lo que sostiene Tomás Alía, por contra, es que Lagartera debió de fundarse por aquel tiempo a partir de un barrio original llamado Toledillo, formado por judíos procedentes de Toledo, y que lo que ha pervivido hasta ahora, medio milenio después de las conversiones forzosas y del edicto de expulsión de los Reyes Católicos, lo que vimos en los espec­taculares atuendos de Hortensia, de Pilar y de la docena de vecinas mayores y jóvenes que se reunieron en la iglesia, y también en el orgullo con que los llevaban, desde las de setenta y tantos a las veinteañeras, es el poso de la esencia sefardí. “Lo que hay en este pueblo no es folclore. Esto es un libro abierto de antropología. Es el resultado de una cultura empeñada en defender y preservar sus patrones, aunque el origen religioso se haya borrado por completo”, afirma Alía con convicción.

El diseñador hace una relación de los principales indicios que sustentarían su hipótesis y comienza con las gorgueras de las mujeres de las mellah (juderías) del norte de Marruecos, con los mismos ceazos, símbolos del infinito, de las gorgueras lagarteranas. Habla de las camas colgadas que había antes en algunos hogares del pueblo, y de las que conservan una en su casa de Lagartera, que se usaban solo para las bodas, adornadas con profusión y cubiertas por un dosel, y que vincula con la jupá, el palio nupcial judío. También menciona la cantarera, una hornacina común en las viviendas lagarteranas que podría tener que ver con los espacios donde antiguamente se habría colocado la torá. Y en su casa, el hogar de Pepita Alía, muestra el abigarramiento extremo de imaginería religiosa católica; dice que era desde muy antiguo un rasgo acentuado de las salas de las familias de Lagartera y deduce que tal vez respondiera a la sobreactuación del converso.

Concha Herranz, conservadora del Museo del Traje, coincide en que las figuras circulares en las gorgueras son una seña de identidad judía y considera evidente que las de las ropas de lagarterana pueden tener esa raíz, más allá de que en el traje haya, como en todos los trajes tradicionales españoles, variedad de influencias. “Son fruto de nuestra historia”, dice, “y la nuestra es una historia de mezcolanzas”.

Lo cierto es que, sea o no una magistral herencia criptojudía, la vestimenta de Lagartera, icono de la cultura española, ha llegado hasta hoy en un formidable estado de conservación, y esto ha sido posible por el celo inusitado que ha puesto esta comunidad en el cuidado de su patrimonio, del que participan también los lagarteranos del siglo XXI. Solo un examen de inglés impidió que la hija de 13 años de Dori Ropero pudiera vestirse y acudir a la sesión de fotos, en la que estaban dos veinteañeras, Natalia Marín y Estela Corrochán, escuchando las explicaciones de Alía y de las señoras sin decir ni pío, o el treintañero Alfonso Fernández, que por orden de don Tomás tuvo que afeitarse una barba de 10 años para estar como tenía que estar.

Lo hizo sin mayor problema, porque Alfonso Fernández, un hombre de tono dulce y sereno, ama vestirse de lagarterano. Llevaba los elementos clásicos de la indumentaria masculina: chamarreta, camisón, sayo, faja, calzón, calzas, sombrero, todo reunido por él, pues el caso es que nació en una casa humilde y su familia apenas tenía piezas. Al lado de la suya vivía una labrandera, Emiliana, y de niño pasaba por allí todos los días y se quedaba hechizado mirando desde la puerta los colores de aquellas ropas, el brillo de las lentejuelas. Con el tiempo ya entraba y se pasaba horas viéndola trabajar, y la señora Emiliana le iba explicando los porqués de cada cosa, las claves de esta antigua y enigmática trama de palabras e hilos. A los 12 años, su pasión era tan grande que se gastó la herencia que le dejó una abuela, 600 euros, en un camisón de novio lagarterano del siglo XIX. Lo guarda como un tesoro, envuelto en paños de algodón.

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