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La noche en que la música en vivo volvió a sonar fuerte en Santiago

Nano Stern ya no da más. Está solo sobre el escenario del Teatro Nescafé de las Artes cantando con la garganta apretada, los ojos humedecidos, la voz que intenta expandirse tembolorsa mientras en un telón de fondo se proyecta la palabra “Reencuentro”, a la par que interpreta ese éxito de su repertorio que advierte que “la vida es un gran regalo”.

El púbico canta camuflado entre mascarillas, como un coro que no suena a todo pulmón, más bien un murmullo que sobrevuela atorado, como si se tratara de un éxtasis contenido que aún no logra explotar.

Un concierto, eso que antes era un acto significativo, valioso y habitual, hoy adquiere un contorno absolutamemte distinto. Lo que ayer era casi rutinario, ahora es sencillamente épico. Lo que hasta hace no mucho era un evento más de comunión artística, ahora es un entramado de protocolos, emociones y sensaciones nunca antes experimentadas.

Así al menos se sintió anoche en la presentación de Nano Stern en el Teatro Nescafé de las Artes, el primer espectáculo del recinto desde marzo de 2020 y una de las primeras instancias masivas de música en vivo en la capital en cerca de 15 meses.

De hecho, al interior del lugar se contaban 457 espectadores, la mitad del aforo del reducto, con las personas sentadas butaca por medio y con largas filas en los accesos como consecuencia de reglamentos que ahora exigen mostrar el pase de movilidad.

Esa comezón de nervio y expectativa propio de algo que no se ha vivido antes -gran parte de los presentes no había asistido a un show precisamente en más de un año- empezó a ser diluida por el propio Stern, cuando pasada las 19 horas apareció desde la parte trasera del teatro tocando una flauta y animando a la gente, entendiendo que antes que cualquier consideración artística un show es un ritual comunitario, de goce colectivo, y donde esta vez los presentes tenían una parte no menor del protagonismo.

La noche en que la música en vivo volvió a sonar fuerte en Santiago

Por eso, tras proyectar unas décimas sobre un telón rojo, la idónea palabra “Reencuentro” quedó fija por unos minutos para ilustrar lo que ahí acontecía. Después, telón abajo para dar paso al trío que acompaña a Stern, con quienes siguió interpretando Gran regalo.

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Pero algo más: en ese instante en que aparecen los músicos, en que el escenario ya se parece a tantos recitales que hemos visto durante décadas, el público por fin parece fluir, estallar y sentir que otra pizca de normalida ha vuelto sobre sus días.

Stern sigue sacudido por las lágrimas, para después encadenar un repertorio con parte de sus composiciones más conocidas, en un terreno donde la fusión hace convivir al jazz, al folclore, la música nortina y los lenguajes de otros rincones del planeta. Todo secundado por una banda que integran el bajista Patricio Rojas, el trompetista Alejandro Pino y el baterista Cristián Carvacho, músicos hábiles en el detalle y la ejecución, versátiles a la hora de acompañar a una voz de Stern que se desdobla en distintos timbres, que a veces se exige en potencia para en otros momentos susurrar su lado más sensible.

El músico recuerda cada cierto rato el carácter especial de la velada y recurre a ejemplos propios que luego de la pandemia resultan universales. Por ejemplo, cuenta que la última vez que interpretó la canción Cuatro vientos -dedicada a sus cuatro abuelos- en el Nescafé de las Artes, estaba entre el público la última abuela que le quedaba viva. Hoy ya no está. Por supuesto, como todo antes del Covid-19, no imaginaba que ese sería su último concierto en casi un año y medio. Pensaba que vendrían muchos más. Pero el mundo se detuvo.

Hay también una alusión directa a ese destino de encierro bajo techo en una de sus nuevas composicones, Presente, cantada junto a Magdalena Matthey, aunque no se trata de una letra que naufrague en la penumbra de lo que vivimos. Por el contrario, suena como un llamado a aferrarse al aquí y al ahora, a disfrutar de lo que sucede hoy, sin someterse a esa “pretensión” llamada futuro.

La cantautora Elizabeth Morris también apareció como invitada en Festejo de color, como si la cita se tratara de un ecuentro entre amigos que se vuelven a ver las caras en lo que más disfrutan. Pero el eje seguía siendo el público. Sobre el final, Carnavalito del ciempiés activó la fiesta total, con los espectadores lejos de sus sillas, agitando palmas y siguiendo el ritmo juguetón del tema.

Quizás ahí dejó de existir la distancia social, la preocupación por el toque de queda inminente, cierto temor a que un rebrote vuelva a convertir a los conciertos en productos casi de ciencia ficción. Al menos las 19 canciones de anoche se sintieron como la banda sonora de ese mundo que siempre conocimos.

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